jueves, 13 de marzo de 2014

Camino de Los Morales

El partido se va a disputar, como cada mañana de las vacaciones de verano, en Los Morales. Bien temprano. Un niño madrugador, mientras con una mano agarra el balón de fútbol, con la otra sujeta fuertemente el manillar de la bici. El pie derecho hace la función de freno que va rozando la rueda con la ya desgastada suela del zapato. Una versión de freno, rústica y peligrosa, sustituta de las manetas que colgaban flojas, sin cables, sin vida… El fresquito de la mañana se entremete por las mangas cortas y anchas de la camiseta, la ha heredado de su hermano mayor, y también por los huecos de las calzonas, erizando los tostados vellos de los brazos.
Atrás quedan los altozanos de la calle Llana sobre los que destaca el edificio de la Cámara Agraria. Justo en frente, un cartel verde y blanco anuncia la sede de Automovilística Bética, cuyo autobús conduce Juan “el del Directo”. Al lado, el almacén de Ayuso y la sede de la Compañía Sevillana.
Una cigüeña observa la escena en el nido que ha construido en la impertérrita, a pesar del paso del tiempo, espadaña del Convento que despliega una larga sombra sobre el quiosco metálico pintado de verde del Chato. Allí hace una parada, en la sede del Banco Hispano-Americano. Como siempre, tiene que esperar a un amigo. Éste no tiene bici y a pesar de que baja corriendo, casi rodando, las empinadas cuestas del Barrio Nuevo, normalmente llega tarde. Se sube en el portamaletas de la bicicleta. Su cara dibuja un gesto torcido cuando los hierros se le clavan en el culo. Los pies los coloca en las tuercas que sujetan la rueda de atrás, con cuidado de no meterlos en la cadena o entre los radios. Se agarra fuertemente a la cintura del compañero y ahora juntos, continúan el camino hacia el Moro. En tanto uno conduce diestramente la bici, el otro va observando la acera izquierda de la calle. La taberna del “Costri”, el balcón cerrado con cristalera de una casa, el Bar “La Ganchosa”... Un poco más abajo, aparece la fachada de piedra de la casa-palacio, de cuyo interior resuenan aún las corcheas y semicorcheas, fusas y semifusas que brotaron de un acordeón la noche anterior.
Los billares de Antonio permanecen cerrados. En La Plazuela cientos de golondrinas y aviones sobrevuelan la calle. Algunas se posan en los nidos construidos en el novedoso y pseudomoderno edificio que va a albergar la Biblioteca. Un dos caballos hace las maniobras de aparcamiento al lado de una zapatería con un cartel que pone “La Cadena”. La Filomena porta una cántara de leche en el cuadril y se cruza con Don Angel Nosea que sale de su casa con un maletín para visitar a un paciente.
Giran entonces en dirección a la calle Velarde. Los adoquines del pavimento hace temblar la bici y también a sus ocupantes. Les encanta ir dando gritos. Gritos que se entrecortan cada vez que la bici despega sus dos ruedas del suelo. El zaguán de Juan Andrés queda a la vista. A la izquierda la carnicería, a la derecha el puesto de chuches. Más abajo el Taller de coches de Rafael Romero, delante, el Llano de los Escolares y de frente ese gran edificio que aún acoge algunos de los cursos de los niños más pequeños de la educación primaria y el bachillerato. Pasan por el tanque de la leche, la Hermandad de Labradores y … se acabó el urbanismo.
En las piedras de Los Peñasquitos algunas mujeres, lista la colada, tienden sus blancas sábanas al sol para que se sequen. El regajo del "Torí" huele mal, más a su paso por el puente de ladrillo, en el cruce del Cortijito, donde se ven multitud de residuos por allí esparcidos. Los dos ciclistas cogen aire, aguantan la respiración y no vuelven a respirar hasta que, morados, sueltan el aire casi en Cantalgallo. Recortan por la vereda que bifurca Los Morales con el Llano de San Sebastián y se meten en su pulmón en dirección al terreno de juego. Se bajan de la bici unos 50 metros antes de llegar. Dan una fuerte patada al balón y corren detrás de él. Allí están ya preparados el resto de jugadores. Una de las porterías está formada por el tronco de un árbol y una camiseta. La otra está delimitada por una piedra y una blusa de un chándal. Ambas preparadas para formar parte de la polémica que se suscitará durante el encuentro. Ha sido gol, dirán unos. No ha sido poste porque el balón ha pasado justo por encima de la piedra. Ha sido gol, dirán otros. No ha sido alta porque el portero ha saltado con todas sus ganas y no alcanzaba. Tras sortear los equipos por el método “la echo la burra de barbecho, la eché pero no la encontré”… ¡Comienza el partido!

viernes, 7 de marzo de 2014

Vuelta del cole

Suena la sirena. Hora de volver. Los niños bajan las escaleras corriendo, atropelladamente, en estampida, mochila en mano y gritando. Acabó la jornada de colegio.
Algunos tardarán más en llegar a casa. La pelota rueda en el patio. Van a jugar la prórroga porque el partido del recreo quedó empatado. Es injusto, dicen los de un equipo, puesto que su mejor jugador vuelve a casa en el “transporte” de César y tienen que afrontar el tiempo extra sin él. Éste se monta en la furgoneta junto a los otros niños que viven diseminados por los cortijos de los alrededores del pueblo. Está triste por no poder ayudar a los de su equipo.
Hace calor. La pelota levanta polvareda en el campo de tierra. Jerseys remangados por encima de los codos. Sudor en las frentes. Caras coloradas. Bocas abiertas buscando aire tras las carreras alocadas detrás del balón. Quién marque gana. Pero no gana nadie. La buena actuación de los porteros evita que se deshaga el empate. Y los más prudentes empiezan a marcharse. Andando. 
Precisamente por eso, por volver andando, el camino se hace tan especial. Se van deteniendo cada tres pasos comentando las jugadas del partido o alguna anécdota de clase. La comida espera, pero no hay consciencia de ello. Suben bordeando la casa de “Picaillo”, el guarda del colegio, por una cuesta de tierra, sin urbanizar. Un burro amarrado da buena cuenta de la hierba que crece en el solar de San Benito, antesala a la antigua y mal conservada ermita. De sus paredes brota una higuera. Un niño arranca una rama y se unta el líquido lechoso que emana de ella en la verruga que tiene en la mano.
Otro de los del grupo que caminan juntos subiendo la cuesta del Moro no entra “an cá la Viudita”. Su madre no le da dinero para chucherías porque si no deja el almuerzo. Se sienta a la sombra de la ermita, al lado de la puerta donde se lee “Toda la culpa la tuvo la rubia”. Mientras sus amigos compran gusanitos, chicles con cromos de futbolistas y quicos de Churruca, éste se entretiene observando cómo una hilera de hormigas portan sus provisiones en forma de cáscara de pipa.
La vuelta a casa se alarga. Se pierde la noción del tiempo.
De la fábrica de aguardientes de El Clavel sale un frescor y un olor que de nuevo frena a los niños en su vuelta a casa. Se refrescan los sudores mientras huelen la matalahúga de los anisados que allí se fabrican. Un olor que jamás olvidarán, insertado como está en los genes y cerebros de generaciones y generaciones de cazalleros.

                                        

Un enorme camión que descarga pienso en el almacén de Ovelar, los obliga a cambiar de acerado. Pasan por la puerta de la casa de los Bendala, esa que cuando tiene las ventanas abiertas deja ver su enorme salón por debajo del nivel del suelo que tanto fascina a aquellos niños de 9 años.
De nuevo había que cruzar la calle. Hay que hidratarse con el agua fresca que emana de la boca del león, si, justo antes de llegar a la plaza del Concejo, la que fuera antesala de residencia de reyes, presidida por la enorme palmera y la fuente de piedra. Allí el grupo se dividía, unos tiran por la calle el Peso y Castillo, otros continúan Cervantes arriba. La cuesta va haciendo mella en el cansancio de los niños. Apenas pasan coches por las calles. Es la hora de la comida. El silencio es interrumpido sólo por la conversación animada de los niños que van llegando a su destino, ese desproporcionado bloque de pisos que tanto destaca entre las casas de fachadas blancas. Un poco más arriba, antes de concluir el camino, saludan a Carmela que ayuda a su marido con las cántaras de la leche y también a Romero que está metiendo varias cajas en su tienda. Dorotea Androjo se asoma al balcón de su casa. Las macetas recién regadas sueltan agua gota a gota y mojan a Carlos "El Pirata" que va entrando por la puerta. El vecino Clemencio ve pasar a los niños mientras cierra la taberna de "Las Papas”. Todavía hay una parada más antes de subir a casa. En el poyete del Monte de Piedad planean las actividades de la tarde. Carmina barre la puerta de la peluquería. Los apremia. Venga que os dejan sin comer. Dan un salto. El camino de vuelta ha terminado. La añoranza permanece…