viernes, 12 de diciembre de 2014

IES Rafael Antonio Carmona Brito

Y el centro llevó su nombre. La situación en el mapa de Cazalla de su casa, en la que creció y vivió, en el Carmen, en las conocidas como Casas Baratas, determinó una especial relación con el Instituto, edificio colindante, y por consiguiente, con las personas que forman y formaron parte del mismo durante más de 40 años. 
Desde pequeño, Rafael Antonio Carmona Brito estuvo unido al Instituto, primero de formación profesional, luego de enseñanza secundaria, en cuerpo y alma. 
Él, que por su discapacidad, en aquellos tiempos, no tuvo una formación reglada, sí se esforzó por aprender a leer y escribir. Presumía orgulloso cuando leía un cartel en un tablón de anuncios o deletreaba alguna palabra que un alumno cualquiera, que pasaba por allí, le ponía para tal fin. 
Le encantaban los libros, de Historia, sobre todo, en los que se detenía a mirar fotos o cuadros, láminas de romanos (a los que admiraba) o de catedrales, o de Semana Santa (otra de sus pasiones). 
Era su "trabajo". Se levantaba a diario con la, autoimpuesta, obligación de servir al Instituto. Vigilaba más que nadie, fue ayudante del portero, del conserje, de las limpiadoras, del administrativo, del director... siempre atento, siempre pendiente de que los alumnos no se saltaran las clases y no salieran del centro fuera de su hora. 
Todos los que lo conocieron tendrán la imagen de Antonio comiendo su manzana del mediodía, durante el recreo. Generaciones y generaciones de alumnos que lo vieron como uno más, un eterno “repetidor”, orgulloso de emplear su tiempo en ser parte, digna, de la educación de los jóvenes de Cazalla. 

viernes, 18 de julio de 2014

Rabona por Baloncesto

Acababa de leer las últimas palabras de Sarah Avenzoar, una médico sevillana del siglo XII, protagonista de la novela "La última noche", a la que dio vida ficticia, y muerte, otro médico, Francisco Gallardo. A su consulta fue a tratar una lesión en la rodilla. Una lesión deportiva. Y claro, de medicina deportiva, Francisco Gallardo sabe y mucho. En su curriculum está nada menos, entre otros méritos, el haber servido a la selección española de baloncesto y al club Baloncesto Sevilla, otrora Caja San Fernando. El recuerdo de jugadores de los inicios del club que dirigiera desde el banquillo Alberto Pesquera, trajo a la memoria del paciente aquel partido de noviembre de 1989 en el que un recién ascendido a la ACB, Caja San Fernando, jugaba contra el imbatido hasta ese día Forum de Valladolid. Se enfrentaban en el pabellón de San Pablo el último contra el primero del grupo A2 de la máxima categoría del baloncesto en España. Vestían de morado el gigante lituano Arvidas Sabonis y su compatriota Valdemaras Homicius. Dos jugadores, sobre todo el primero, que un aficionado en Sevilla y los alrededores no podían perder la oportunidad de verlo en directo. 
Así que la Diputación Provincial de Sevilla regala entradas a los distintos Ayuntamientos de los pueblos para que los jóvenes jugadores que practican este deporte en las escuelas municipales puedan asistir al partido y así poblar las gradas de un público joven y entusiasta que anime al equipo local.
La convocatoria surte efecto y en Cazalla de la Sierra se llena un autobús para ir a ver el partido. Pero hay un pequeño problema. Es martes. En teoría no tendría por qué serlo. Pero en el caso de nuestro paciente si. El instituto de Cazalla está en obras por lo que sus alumnos tienen que compartir el colegio público del Moro con sus habituales inquilinos, por lo que deben cursar sus clases en horario de tarde, de 3 a 9. Ahí es donde radica el problema. El autobús sale a las 5 y media y nuestro paciente, que cursa primero de BUP se ve en la tesitura de asistir a clase o irse a Sevilla a ver el partido. 
Se presenta en el colegio como siempre unos 20 minutos antes para jugar la pachanga de todos los días en la canasta que está junto a la casa de Monte. Ese día, además de los libros, lleva un bocadillo y un zumo en la mochila. Pretende hacer rabona. Empieza la jornada escolar con la clase de Historia y luego Música a segunda hora. A tercera tiene francés de 5 a 6. Su amigo Fali, que también quería ir al partido, pregunta a la profesora Estrella que le deje salir 30 minutos antes. - "Si entras te quedas hasta el final de la clase" - responde la profesora. La decisión la toman en décimas de segundo. Faltan a francés. Y a Matemáticas y a Lengua... Es que era la primera vez que iba a ver Baloncesto del bueno en directo. Y ese argumento, para un chico de 14 años, podía más, en ese momento, que volver a escuchar al profesor Pacetti decir aquello de "la débil junto a la fuerte, si se carga, acento tiene". 
Nada más llegar al pabellón, se sentaron detrás de una de las canastas. Los jugadores calentaban en la pista mientras el Fali, cuyo único equipaje era el libro de Ciencias Naturales, ya se había comido la mitad de varios bocadillos de generosos compañeros. 
Bajaron a pie de pista. Allí pudieron comprobar las dimensiones reales de los jugadores de baloncesto profesionales. El Caja acababa de cambiar de americano. Los dos fichajes de inicio de campaña parecían no funcionar. Se echaba de menos a Abdul Jelany, con el que se consiguió el ascenso a la ACB y los dos refuerzos no parecían cumplir las expectativas. De hecho, uno de ellos, fue cortado. Aquel americano pelirrojo de 2,03 Stroeder ya no jugó contra el equipo de Valladolid y quien sí lo hizo fue otro americano, un saltarín de dos metros pelados, Pat Durham. Al otro americano fichado a principios de temporada, Dan Bingengeimer (Bingo) se le daba otra oportunidad, que pasaba por defender nada más y nada menos que a Sabonis. Decían que el lituano estaba lesionado, por eso había fichado por el Forum, un club de nivel medio de la liga española mientras hacía trabajo de recuperación. Pero viéndolo jugar, no parecía estarlo. 
El Caja, animado por los 5000 espectadores que se dieron cita en San Pablo estaba jugando bien. El enfrentamiento directo entre Bingo y Sabonis caía del lado pucelano, aunque el americano no se quedaba atrás. 31 puntos metió para quedarse muchos años en Sevilla. Y sí, fue superado muchas veces por Sabonis, pese a la defensa por delante que le hizo y las ayudas, sobre todo de Llano y Durham. Pero el lituano destapó el tarro de las esencias con sus 44 puntos en jugadas de todas las formas y colores. En una de ellas cogió dos rebotes ofensivos que sacaba a la línea de tres puntos donde Homicius fallaba una y otra vez, hasta tres triples seguidos. 
El Caja achuchaba, se escapaba un poco en el marcador, pero el Forum recuperaba los puntos y ponía de nuevo el partido igualado. Con este tira y afloja o toma y daca, dos frases hechas, se llega al último minuto, en él, Llano falla un gancho y un jugador vallisoletano mete un triple para poner a su equipo tres arriba a falta de escasos 5 segundos. Parecía todo perdido después de tanto esfuerzo. Pat Durham saca entonces de centro, con un pie en un lado del campo y el otro pie en el otro y Sabonis delante. Hay jugada para el 7, Javi García. Saca el americano, le da el balón a García que está casi en el circulo central. Este sale como una exhalación hacia la canasta y en carrera se levanta de tres y anota. Empata el partido a 86 y fuerza la prorroga. Los jugadores corren hacia el banquillo a celebrarlo. El público se vuelve loco y los jóvenes de la escuela deportiva de Cazalla se abrazan y gritan de júbilo. Al final, en la prórroga, el Caja hace efectivo el factor remontada y gana 99-94. 
Los niños y niñas de Cazalla regresan a casa, a la que llegan pasada la 1 de la madrugada. El Fali se marcha con su libro de Ciencias Naturales bajo el brazo. Mientras el paciente se sienta en un banco en el Concejo 5 minutos antes de llegar a casa. Quiere detener el tiempo un ratito más. El viaje, el partido, Sabonis, Bingengeimer, el Caja San Fernando, el pabellón, Baloncesto en Sevilla, Javi García, el empate, Pat Durham, Chus Llano, la prórroga, Chinche Lafuente, Alberto Pesquera, la victoria, Pepe Lorente, Paco Gallardo... Definitivamente, la rabona por Baloncesto, había merecido la pena. 

sábado, 7 de junio de 2014

Maestra

El metal de la cuchara choca con el cristal de la taza haciendo un tintineo repetitivo para disolver el azúcar del primer café de la mañana. Sentado en la terraza de la cafetería, pasa las hojas del diario que lee en el teléfono. Mientras repasa la actualidad digital, su mirada se detiene en la sección de Educación. Las condiciones están cada vez peor. Entonces recuerda lo importante que fueron para él los años en el colegio, en el instituto, en la universidad. La importancia que tiene que haya un buen sistema educativo que dote de argumentos a las personas para tener criterio en la vida... Reflexiona. El aroma del café penetra en sus sentidos y lo transportan a su primer día de colegio. Viaja con la mente a la vieja cocina de su casa, donde la cafetera echa humo. Apenas puede apurar la tostada con aceite que habitualmente devora con fruición. Tiene los nervios en el estómago, no sabe qué le deparará la nueva experiencia. Es su primer día de colegio. Tiene una doble sensación de miedo a lo desconocido mezclada con la intriga por conocer. 
Baja la cuesta de San Benito andando, cogido de la mano de su vecina varios años mayor. Cuando llega al Moro, hay ya un montón de niños que se distribuyen en filas separadas por cursos en el lado derecho del porche. Es la zona de la primera etapa. Los de parvulario están junto a la puerta negra de entrada. Toca la sirena y los pequeños van accediendo, ordenadamente, a sus aulas. Apenas tiene que subir un piso. A la derecha está su clase y en la puerta lo espera ella. La maestra. La señorita Inmaculada. Recibe a todos los niños con cariño, con una sonrisa. Reconoce a los de 5 años que ya estuvieron con ella el curso anterior. Se presenta a los que, como él tienen 4 años y son nuevos. Le ayuda con su maleta y lo sienta en una mesa redonda junto con otros cinco niños. En la clase hay unos treinta más. La señorita Inmaculada es joven, alta, de ojos grandes, va bien peinada y tiene la voz muy dulce. Ella tiene por delante la difícil tarea de enseñarle los números, a leer y a escribir, a desarrollar su imaginación, su psicomotricidad... Él por delante tiene la estimulante tarea de aprender. La maestra le cae bien. Le calma los nervios y le hace sentir a gusto. Transmite confianza. Así que se relaja y observa. El aula es enorme, los bajos de las blancas paredes están recubiertos por una pizarra negra a la altura de los pequeños. Otra pizarra grande preside el aula y justo encima hay una foto con un hombre rubio y una mujer de pelo corto que miran fijamente a los niños. A la izquierda la mesa de la maestra. Tres grandes ventanales dejan penetrar mucha luz. 
Uno de los niños llora. Quiere irse con su madre otra vez. No quiere estar allí, repite una y otra vez. Se levanta y da patadas a la puerta. Entonces la señorita Inmaculada con mucha delicadeza lo convence para que se quede con la promesa de que se lo va a pasar bien. Y así es. Ese primer día todos se lo pasan muy bien. Del mueble que había al final de la clase sacan toda clase de juegos, cuentos, un pequeño teatro de cartón con dos cortinas pequeñas y varias marionetas. La maestra les dio tizas para pintar en las pizarras. Las esponjas para borrar los garabatos había que cogerlas de un bombo de 5 kilos de detergente reconvertido. Así que, cuando volvió a su casa estaba contento y feliz. Quería ya que fuera por la mañana otra vez para regresar al colegio. Estaba maravillado por ese nuevo mundo que acababa de conocer.  
Con el paso de los días, casi sin darse cuenta aprende cada vez más. Observa cómo la señorita Inmaculada trabaja con pasión y transmite toda su energía para que los niños aprendan. Él, muy sutilmente, casi sin darse cuenta, va cumpliendo objetivos, va aprendiendo que el 1 era un soldado haciendo las instrucción, el 2 un patito tomando el sol, el 3 una serpiente que no para de bailar y el 4 una silla que invita a descansar. Luego con la cartilla que le compró su madre "an cá" Lorenzo Rivera aprende a trazar las letras y a juntarlas formando primero sílabas luego palabras y con el paso de los meses, frases del estilo de "mi mamá me mima". 
Tras dos años acabó el parvulario. Tenía que continuar su escalada por el primer curso del ciclo inicial de la EGB. Ahora su nuevo aula estaba en el 2º piso. Mientras subía agarrado a la baranda de las escaleras miró a la que había sido hasta entonces su clase. Y allí estaba ella. Allí estaba la señorita Inmaculada arropando con su sonrisa y su cariño a una nueva tanda de niños y niñas que iniciaban su camino en el colegio. 
Apuró el café, cerró la aplicación del móvil donde había estado leyendo el periódico y aún absorto en sus recuerdos se puso a escribir unas letras dedicadas a la maestra que le enseñó a escribir.   

viernes, 9 de mayo de 2014

Jugando a soñar

Era, también, introvertido. En la planta alta del restaurante que regentaban sus abuelos y en el que trabajaban sus padres, a sus nueve años, jugaba a soñar. Soñaba con la respuesta que daba siempre a la pregunta ¿qué quieres ser de mayor? Y jugaba con la respuesta. Con los medios que tenía. 
Cogía carrera en el largo pasillo, entraba en el dormitorio de sus abuelos, saltaba antes de pisar la cinta aislante negra que había pegado en el suelo y caía en un viejo colchón de espuma que amortiguaba el golpe con el suelo. Después con la cinta métrica de la costura de su madre medía el salto y lo apuntaba en una libreta. Así pasaba las tardes y los días de vacaciones, cuando no tenía que ir a colegio. La segunda planta de aquel restaurante era su peculiar estadio en el que emulaba escuchar los aplausos del público tras salir del foso. Quería tener unas zapatillas de clavos como le había visto a vecinos del pueblo que practicaban atletismo en la recta de tierra del polideportivo. Quería saltar como el Jaime Macías o el Tope Murillo (más de 7 de metros y 11 segundos en el 100 en aquellas instalaciones de los años 80). Y por qué no, llegar a saltar más de 8,23 que tenía Antonio Corgos como Récord de España. 
Devoraba las competiciones que ponían en televisión y se fijaba en los protocolos que ponían en práctica los saltadores antes de empezar. Él hacía lo mismo en aquel pasillo. Media los pasos, imitaba los gestos, daba el brinco... hasta que un día la tela del roído colchón se rompió. En el agujero fue a meter el pie tras salir de un enorme salto, con tan mala suerte que en el tropiezo rompió el cristal del balcón con la mano. El estropicio fue tremendo. Casi se queda sin mano por lo cortes sufridos. Le riñeron y obviamente se acabó el juego. 
Lo intentó entonces con el fútbol y más tarde con el baloncesto. Se divertía, pero nunca tanto como cuando en el verano se organizaba el Campeonato Local de Atletismo. Nunca faltaba a la cita. A veces incluso ayudaba a remover el foso de tierra compacta que llevaba todo el invierno sin usarse. Se regaba, se demolía con una azada y se dejaba lisa para que los "jueces" pudieran ver bien la huella sobre la que tenían que medir el salto. Llegó, en una ocasión, cuando apenas contaba con 14 años, a saltar 4,79 en el último intento, arrebatando de esta manera el primer puesto a un chico de Sevilla que entrenaba con un club de atletismo y compitió perfectamente equipado. Ahí se quedó. 
Luego disfrutaba con las competiciones en la tele, con el Gran Premio Diputación de Sevilla en el mítico estadio de Chapina... Hasta que en 1999 el Mundial que se celebraba en el Estadio de la Cartuja le daba la oportunidad de ver a los más grandes. Quería verlos cerca, así que ahorró para comprar una entrada de las caras, abajo, pegado al foso. Allí pudo ver a sus ídolos, apenas a unos metros, con la arena pegada en la piel. No perdió detalle del calentamiento, de los comportamientos de unos y otros. Pedroso voló y se convirtió en Campeón del Mundo. Era elástico y un señor en el aire. Pero él, con quien perdió la garganta animando, fue con el avilesino que movía su melena a un lado y a otro cada vez que pasaba como una exhalación por el pasillo de saltos. Aquel Yago Lamela que saltó 8,40 en un brinco que le valió para ser medalla de plata y para dejarle ese paseo por el aire guardado en el recuerdo.
Ese mismo año, con su amigo Jesús Correa, estuvieron en Avilés, donde supieron de los comportamientos un tanto introvertidos del genial saltador asturiano. Ayer, al leer en una red social la noticia, no pudo dormir. Estuvo contándole a Morfeo su relación con el salto de longitud y cómo el foso había perdido a uno de los grandes. Descanse en paz Yago Lamela. Sirvan estas letras de humilde homenaje.    

jueves, 13 de marzo de 2014

Camino de Los Morales

El partido se va a disputar, como cada mañana de las vacaciones de verano, en Los Morales. Bien temprano. Un niño madrugador, mientras con una mano agarra el balón de fútbol, con la otra sujeta fuertemente el manillar de la bici. El pie derecho hace la función de freno que va rozando la rueda con la ya desgastada suela del zapato. Una versión de freno, rústica y peligrosa, sustituta de las manetas que colgaban flojas, sin cables, sin vida… El fresquito de la mañana se entremete por las mangas cortas y anchas de la camiseta, la ha heredado de su hermano mayor, y también por los huecos de las calzonas, erizando los tostados vellos de los brazos.
Atrás quedan los altozanos de la calle Llana sobre los que destaca el edificio de la Cámara Agraria. Justo en frente, un cartel verde y blanco anuncia la sede de Automovilística Bética, cuyo autobús conduce Juan “el del Directo”. Al lado, el almacén de Ayuso y la sede de la Compañía Sevillana.
Una cigüeña observa la escena en el nido que ha construido en la impertérrita, a pesar del paso del tiempo, espadaña del Convento que despliega una larga sombra sobre el quiosco metálico pintado de verde del Chato. Allí hace una parada, en la sede del Banco Hispano-Americano. Como siempre, tiene que esperar a un amigo. Éste no tiene bici y a pesar de que baja corriendo, casi rodando, las empinadas cuestas del Barrio Nuevo, normalmente llega tarde. Se sube en el portamaletas de la bicicleta. Su cara dibuja un gesto torcido cuando los hierros se le clavan en el culo. Los pies los coloca en las tuercas que sujetan la rueda de atrás, con cuidado de no meterlos en la cadena o entre los radios. Se agarra fuertemente a la cintura del compañero y ahora juntos, continúan el camino hacia el Moro. En tanto uno conduce diestramente la bici, el otro va observando la acera izquierda de la calle. La taberna del “Costri”, el balcón cerrado con cristalera de una casa, el Bar “La Ganchosa”... Un poco más abajo, aparece la fachada de piedra de la casa-palacio, de cuyo interior resuenan aún las corcheas y semicorcheas, fusas y semifusas que brotaron de un acordeón la noche anterior.
Los billares de Antonio permanecen cerrados. En La Plazuela cientos de golondrinas y aviones sobrevuelan la calle. Algunas se posan en los nidos construidos en el novedoso y pseudomoderno edificio que va a albergar la Biblioteca. Un dos caballos hace las maniobras de aparcamiento al lado de una zapatería con un cartel que pone “La Cadena”. La Filomena porta una cántara de leche en el cuadril y se cruza con Don Angel Nosea que sale de su casa con un maletín para visitar a un paciente.
Giran entonces en dirección a la calle Velarde. Los adoquines del pavimento hace temblar la bici y también a sus ocupantes. Les encanta ir dando gritos. Gritos que se entrecortan cada vez que la bici despega sus dos ruedas del suelo. El zaguán de Juan Andrés queda a la vista. A la izquierda la carnicería, a la derecha el puesto de chuches. Más abajo el Taller de coches de Rafael Romero, delante, el Llano de los Escolares y de frente ese gran edificio que aún acoge algunos de los cursos de los niños más pequeños de la educación primaria y el bachillerato. Pasan por el tanque de la leche, la Hermandad de Labradores y … se acabó el urbanismo.
En las piedras de Los Peñasquitos algunas mujeres, lista la colada, tienden sus blancas sábanas al sol para que se sequen. El regajo del "Torí" huele mal, más a su paso por el puente de ladrillo, en el cruce del Cortijito, donde se ven multitud de residuos por allí esparcidos. Los dos ciclistas cogen aire, aguantan la respiración y no vuelven a respirar hasta que, morados, sueltan el aire casi en Cantalgallo. Recortan por la vereda que bifurca Los Morales con el Llano de San Sebastián y se meten en su pulmón en dirección al terreno de juego. Se bajan de la bici unos 50 metros antes de llegar. Dan una fuerte patada al balón y corren detrás de él. Allí están ya preparados el resto de jugadores. Una de las porterías está formada por el tronco de un árbol y una camiseta. La otra está delimitada por una piedra y una blusa de un chándal. Ambas preparadas para formar parte de la polémica que se suscitará durante el encuentro. Ha sido gol, dirán unos. No ha sido poste porque el balón ha pasado justo por encima de la piedra. Ha sido gol, dirán otros. No ha sido alta porque el portero ha saltado con todas sus ganas y no alcanzaba. Tras sortear los equipos por el método “la echo la burra de barbecho, la eché pero no la encontré”… ¡Comienza el partido!

viernes, 7 de marzo de 2014

Vuelta del cole

Suena la sirena. Hora de volver. Los niños bajan las escaleras corriendo, atropelladamente, en estampida, mochila en mano y gritando. Acabó la jornada de colegio.
Algunos tardarán más en llegar a casa. La pelota rueda en el patio. Van a jugar la prórroga porque el partido del recreo quedó empatado. Es injusto, dicen los de un equipo, puesto que su mejor jugador vuelve a casa en el “transporte” de César y tienen que afrontar el tiempo extra sin él. Éste se monta en la furgoneta junto a los otros niños que viven diseminados por los cortijos de los alrededores del pueblo. Está triste por no poder ayudar a los de su equipo.
Hace calor. La pelota levanta polvareda en el campo de tierra. Jerseys remangados por encima de los codos. Sudor en las frentes. Caras coloradas. Bocas abiertas buscando aire tras las carreras alocadas detrás del balón. Quién marque gana. Pero no gana nadie. La buena actuación de los porteros evita que se deshaga el empate. Y los más prudentes empiezan a marcharse. Andando. 
Precisamente por eso, por volver andando, el camino se hace tan especial. Se van deteniendo cada tres pasos comentando las jugadas del partido o alguna anécdota de clase. La comida espera, pero no hay consciencia de ello. Suben bordeando la casa de “Picaillo”, el guarda del colegio, por una cuesta de tierra, sin urbanizar. Un burro amarrado da buena cuenta de la hierba que crece en el solar de San Benito, antesala a la antigua y mal conservada ermita. De sus paredes brota una higuera. Un niño arranca una rama y se unta el líquido lechoso que emana de ella en la verruga que tiene en la mano.
Otro de los del grupo que caminan juntos subiendo la cuesta del Moro no entra “an cá la Viudita”. Su madre no le da dinero para chucherías porque si no deja el almuerzo. Se sienta a la sombra de la ermita, al lado de la puerta donde se lee “Toda la culpa la tuvo la rubia”. Mientras sus amigos compran gusanitos, chicles con cromos de futbolistas y quicos de Churruca, éste se entretiene observando cómo una hilera de hormigas portan sus provisiones en forma de cáscara de pipa.
La vuelta a casa se alarga. Se pierde la noción del tiempo.
De la fábrica de aguardientes de El Clavel sale un frescor y un olor que de nuevo frena a los niños en su vuelta a casa. Se refrescan los sudores mientras huelen la matalahúga de los anisados que allí se fabrican. Un olor que jamás olvidarán, insertado como está en los genes y cerebros de generaciones y generaciones de cazalleros.

                                        

Un enorme camión que descarga pienso en el almacén de Ovelar, los obliga a cambiar de acerado. Pasan por la puerta de la casa de los Bendala, esa que cuando tiene las ventanas abiertas deja ver su enorme salón por debajo del nivel del suelo que tanto fascina a aquellos niños de 9 años.
De nuevo había que cruzar la calle. Hay que hidratarse con el agua fresca que emana de la boca del león, si, justo antes de llegar a la plaza del Concejo, la que fuera antesala de residencia de reyes, presidida por la enorme palmera y la fuente de piedra. Allí el grupo se dividía, unos tiran por la calle el Peso y Castillo, otros continúan Cervantes arriba. La cuesta va haciendo mella en el cansancio de los niños. Apenas pasan coches por las calles. Es la hora de la comida. El silencio es interrumpido sólo por la conversación animada de los niños que van llegando a su destino, ese desproporcionado bloque de pisos que tanto destaca entre las casas de fachadas blancas. Un poco más arriba, antes de concluir el camino, saludan a Carmela que ayuda a su marido con las cántaras de la leche y también a Romero que está metiendo varias cajas en su tienda. Dorotea Androjo se asoma al balcón de su casa. Las macetas recién regadas sueltan agua gota a gota y mojan a Carlos "El Pirata" que va entrando por la puerta. El vecino Clemencio ve pasar a los niños mientras cierra la taberna de "Las Papas”. Todavía hay una parada más antes de subir a casa. En el poyete del Monte de Piedad planean las actividades de la tarde. Carmina barre la puerta de la peluquería. Los apremia. Venga que os dejan sin comer. Dan un salto. El camino de vuelta ha terminado. La añoranza permanece…   

jueves, 9 de enero de 2014

Creer en las personas

Gregorio Conejo dio su palabra, la cumplió
y ayudó para hacer feliz a nuestro amigo Antonio
El Real Betis había perdido la final de la copa del Rey de 1997 por 3 a 2 ante el FC Barcelona. Ese día, un gran amigo mío y gran bético sufría un grave problema de salud. Antonio Garrucho no pudo siquiera ver el partido. 
Salió adelante tras tener que trabajar mucho para recuperarse. Durante el lento proceso quisimos animarlo con una sorpresa. Al principio pensamos que fuera una camiseta del por entonces ídolo bético Alfonso Pérez Muñoz, dedicada. Lo intentamos a través del periodista de Radio Sevilla José Antonio Sánchez Araujo, pero en aquellas fechas su relación con algunos miembros del club verdiblanco no era del todo fluida. 

Alfonso Pérez protagonista de la sorpresa
Entonces a Paco "El Melli" se le iluminó una bombilla en su cabeza. ¿Por qué no llamamos a Gregorio Conejo? Gregorio Conejo era consejero del Betis de Lopera, cabeza visible del club, siempre en todos los medios de comunicación sevillanos. Y había estado alguna que otra vez comiendo en Los Mellis. Tan buen trato dimos y recibimos que una de las veces, Gregorio Conejo nos dejó su tarjeta con su teléfono personal para "cualquier cosa que se os ofrezca". Y como no teníamos nada que perder, descolgamos el teléfono y llamamos a Gregorio. Le explicamos la situación y le pedimos que nos asesorase de qué manera podíamos hacernos con una camiseta firmada por la estrella bética. Pero cuál fue la sorpresa que al otro lado del teléfono Gregorio nos dijo, si tan importante es para vosotros, voy a llamar al chaval que está lesionado, y si no tiene inconveniente el domingo estamos ahí para la hora de comer. Nunca pensamos que la palabra de este hombre fuera signo de compromiso tal. Pero así fue. Ese domingo a mediodía, en un momento que no había muchos clientes en el bar, miro hacia la puerta y por la misma entran Alfonso Pérez Muñoz y su esposa acompañados por Gregorio Conejo. Me dio un vuelco el corazón. 
Antonio Garrucho, gran amigo
Terminaron de almorzar y tuvieron la amabilidad de charlar un buen rato con Antonio y algunos de sus familiares. Alfonso le firmó una botella de vino y deseó lo mejor para la recuperación a Antonio. 
Y es que lee uno la prensa, o mira las noticias en la tele con tanta corrupción, condenados, imputados, jueces y juzgados... que nadie conoce a nadie...
Por eso, recuperar en mi memoria estos momentos de emoción te hacen mantener la confianza en las personas. En los buenos corazones. En la palabra.