El metal de la cuchara choca con el cristal de la taza haciendo un tintineo repetitivo para disolver el azúcar del primer café de la mañana. Sentado en la terraza de la cafetería, pasa las hojas del diario que lee en el teléfono. Mientras repasa la actualidad digital, su mirada se detiene en la sección de Educación. Las condiciones están cada vez peor. Entonces recuerda lo importante que fueron para él los años en el colegio, en el instituto, en la universidad. La importancia que tiene que haya un buen sistema educativo que dote de argumentos a las personas para tener criterio en la vida... Reflexiona. El aroma del café penetra en sus sentidos y lo transportan a su primer día de colegio. Viaja con la mente a la vieja cocina de su casa, donde la cafetera echa humo. Apenas puede apurar la tostada con aceite que habitualmente devora con fruición. Tiene los nervios en el estómago, no sabe qué le deparará la nueva experiencia. Es su primer día de colegio. Tiene una doble sensación de miedo a lo desconocido mezclada con la intriga por conocer.
Baja la cuesta de San Benito andando, cogido de la mano de su vecina varios años mayor. Cuando llega al Moro, hay ya un montón de niños que se distribuyen en filas separadas por cursos en el lado derecho del porche. Es la zona de la primera etapa. Los de parvulario están junto a la puerta negra de entrada. Toca la sirena y los pequeños van accediendo, ordenadamente, a sus aulas. Apenas tiene que subir un piso. A la derecha está su clase y en la puerta lo espera ella. La maestra. La señorita Inmaculada. Recibe a todos los niños con cariño, con una sonrisa. Reconoce a los de 5 años que ya estuvieron con ella el curso anterior. Se presenta a los que, como él tienen 4 años y son nuevos. Le ayuda con su maleta y lo sienta en una mesa redonda junto con otros cinco niños. En la clase hay unos treinta más. La señorita Inmaculada es joven, alta, de ojos grandes, va bien peinada y tiene la voz muy dulce. Ella tiene por delante la difícil tarea de enseñarle los números, a leer y a escribir, a desarrollar su imaginación, su psicomotricidad... Él por delante tiene la estimulante tarea de aprender. La maestra le cae bien. Le calma los nervios y le hace sentir a gusto. Transmite confianza. Así que se relaja y observa. El aula es enorme, los bajos de las blancas paredes están recubiertos por una pizarra negra a la altura de los pequeños. Otra pizarra grande preside el aula y justo encima hay una foto con un hombre rubio y una mujer de pelo corto que miran fijamente a los niños. A la izquierda la mesa de la maestra. Tres grandes ventanales dejan penetrar mucha luz.
Uno de los niños llora. Quiere irse con su madre otra vez. No quiere estar allí, repite una y otra vez. Se levanta y da patadas a la puerta. Entonces la señorita Inmaculada con mucha delicadeza lo convence para que se quede con la promesa de que se lo va a pasar bien. Y así es. Ese primer día todos se lo pasan muy bien. Del mueble que había al final de la clase sacan toda clase de juegos, cuentos, un pequeño teatro de cartón con dos cortinas pequeñas y varias marionetas. La maestra les dio tizas para pintar en las pizarras. Las esponjas para borrar los garabatos había que cogerlas de un bombo de 5 kilos de detergente reconvertido. Así que, cuando volvió a su casa estaba contento y feliz. Quería ya que fuera por la mañana otra vez para regresar al colegio. Estaba maravillado por ese nuevo mundo que acababa de conocer.
Con el paso de los días, casi sin darse cuenta aprende cada vez más. Observa cómo la señorita Inmaculada trabaja con pasión y transmite toda su energía para que los niños aprendan. Él, muy sutilmente, casi sin darse cuenta, va cumpliendo objetivos, va aprendiendo que el 1 era un soldado haciendo las instrucción, el 2 un patito tomando el sol, el 3 una serpiente que no para de bailar y el 4 una silla que invita a descansar. Luego con la cartilla que le compró su madre "an cá" Lorenzo Rivera aprende a trazar las letras y a juntarlas formando primero sílabas luego palabras y con el paso de los meses, frases del estilo de "mi mamá me mima".
Tras dos años acabó el parvulario. Tenía que continuar su escalada por el primer curso del ciclo inicial de la EGB. Ahora su nuevo aula estaba en el 2º piso. Mientras subía agarrado a la baranda de las escaleras miró a la que había sido hasta entonces su clase. Y allí estaba ella. Allí estaba la señorita Inmaculada arropando con su sonrisa y su cariño a una nueva tanda de niños y niñas que iniciaban su camino en el colegio.
Apuró el café, cerró la aplicación del móvil donde había estado leyendo el periódico y aún absorto en sus recuerdos se puso a escribir unas letras dedicadas a la maestra que le enseñó a escribir.
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