Era, también, introvertido. En la planta alta del restaurante que regentaban sus abuelos y en el que trabajaban sus padres, a sus nueve años, jugaba a soñar. Soñaba con la respuesta que daba siempre a la pregunta ¿qué quieres ser de mayor? Y jugaba con la respuesta. Con los medios que tenía.
Cogía carrera en el largo pasillo, entraba en el dormitorio de sus abuelos, saltaba antes de pisar la cinta aislante negra que había pegado en el suelo y caía en un viejo colchón de espuma que amortiguaba el golpe con el suelo. Después con la cinta métrica de la costura de su madre medía el salto y lo apuntaba en una libreta. Así pasaba las tardes y los días de vacaciones, cuando no tenía que ir a colegio. La segunda planta de aquel restaurante era su peculiar estadio en el que emulaba escuchar los aplausos del público tras salir del foso. Quería tener unas zapatillas de clavos como le había visto a vecinos del pueblo que practicaban atletismo en la recta de tierra del polideportivo. Quería saltar como el Jaime Macías o el Tope Murillo (más de 7 de metros y 11 segundos en el 100 en aquellas instalaciones de los años 80). Y por qué no, llegar a saltar más de 8,23 que tenía Antonio Corgos como Récord de España.
Devoraba las competiciones que ponían en televisión y se fijaba en los protocolos que ponían en práctica los saltadores antes de empezar. Él hacía lo mismo en aquel pasillo. Media los pasos, imitaba los gestos, daba el brinco... hasta que un día la tela del roído colchón se rompió. En el agujero fue a meter el pie tras salir de un enorme salto, con tan mala suerte que en el tropiezo rompió el cristal del balcón con la mano. El estropicio fue tremendo. Casi se queda sin mano por lo cortes sufridos. Le riñeron y obviamente se acabó el juego. Lo intentó entonces con el fútbol y más tarde con el baloncesto. Se divertía, pero nunca tanto como cuando en el verano se organizaba el Campeonato Local de Atletismo. Nunca faltaba a la cita. A veces incluso ayudaba a remover el foso de tierra compacta que llevaba todo el invierno sin usarse. Se regaba, se demolía con una azada y se dejaba lisa para que los "jueces" pudieran ver bien la huella sobre la que tenían que medir el salto. Llegó, en una ocasión, cuando apenas contaba con 14 años, a saltar 4,79 en el último intento, arrebatando de esta manera el primer puesto a un chico de Sevilla que entrenaba con un club de atletismo y compitió perfectamente equipado. Ahí se quedó.
Luego disfrutaba con las competiciones en la tele, con el Gran Premio Diputación de Sevilla en el mítico estadio de Chapina... Hasta que en 1999 el Mundial que se celebraba en el Estadio de la Cartuja le daba la oportunidad de ver a los más grandes. Quería verlos cerca, así que ahorró para comprar una entrada de las caras, abajo, pegado al foso. Allí pudo ver a sus ídolos, apenas a unos metros, con la arena pegada en la piel. No perdió detalle del calentamiento, de los comportamientos de unos y otros. Pedroso voló y se convirtió en Campeón del Mundo. Era elástico y un señor en el aire. Pero él, con quien perdió la garganta animando, fue con el avilesino que movía su melena a un lado y a otro cada vez que pasaba como una exhalación por el pasillo de saltos. Aquel Yago Lamela que saltó 8,40 en un brinco que le valió para ser medalla de plata y para dejarle ese paseo por el aire guardado en el recuerdo.
Ese mismo año, con su amigo Jesús Correa, estuvieron en Avilés, donde supieron de los comportamientos un tanto introvertidos del genial saltador asturiano. Ayer, al leer en una red social la noticia, no pudo dormir. Estuvo contándole a Morfeo su relación con el salto de longitud y cómo el foso había perdido a uno de los grandes. Descanse en paz Yago Lamela. Sirvan estas letras de humilde homenaje.
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