Suena la sirena. Hora de volver. Los niños bajan las escaleras corriendo, atropelladamente, en estampida, mochila en mano y
gritando. Acabó la jornada de colegio.
Algunos tardarán más en llegar a casa. La pelota rueda en el patio. Van a jugar la
prórroga porque el partido del recreo quedó empatado. Es injusto, dicen los de
un equipo, puesto que su mejor jugador vuelve a casa en el “transporte” de
César y tienen que afrontar el tiempo extra sin él. Éste se monta en la furgoneta junto a
los otros niños que viven diseminados por los cortijos de los alrededores del
pueblo. Está triste por no poder ayudar a los de su equipo.
Hace calor. La pelota levanta
polvareda en el campo de tierra. Jerseys remangados por encima de los codos. Sudor en las frentes. Caras
coloradas. Bocas abiertas buscando aire tras las carreras alocadas detrás del
balón. Quién marque gana. Pero no gana nadie. La buena actuación de los
porteros evita que se deshaga el empate. Y los más prudentes empiezan a
marcharse. Andando.
Precisamente por eso, por volver
andando, el camino se hace tan especial. Se van deteniendo cada tres pasos
comentando las jugadas del partido o alguna anécdota de clase. La comida
espera, pero no hay consciencia de ello. Suben bordeando la casa de “Picaillo”,
el guarda del colegio, por una cuesta de tierra, sin urbanizar. Un burro
amarrado da buena cuenta de la hierba que crece en el solar de San Benito,
antesala a la antigua y mal conservada ermita. De sus paredes brota una higuera. Un niño arranca una rama y se unta el líquido lechoso que emana de ella en la verruga que tiene en la mano.
Otro de los del grupo que caminan juntos subiendo la cuesta del Moro no entra “an
cá la Viudita”. Su madre no le da dinero para chucherías
porque si no deja el almuerzo. Se sienta a la sombra de la ermita, al lado de
la puerta donde se lee “Toda la culpa la tuvo la rubia”. Mientras sus amigos
compran gusanitos, chicles con cromos de futbolistas y quicos de Churruca, éste se entretiene observando cómo
una hilera de hormigas portan sus provisiones en forma de cáscara de pipa.
La vuelta a casa se alarga. Se pierde la noción del tiempo.
De la fábrica de aguardientes de
El Clavel sale un frescor y un olor que de nuevo frena a los niños en su
vuelta a casa. Se refrescan los sudores mientras huelen la matalahúga de
los anisados que allí se fabrican. Un olor que jamás olvidarán, insertado como
está en los genes y cerebros de generaciones y generaciones de cazalleros.
Un enorme camión que descarga pienso en el almacén de Ovelar, los obliga a cambiar de acerado. Pasan por
la puerta de la casa de los Bendala, esa que cuando tiene las ventanas abiertas
deja ver su enorme salón por debajo del nivel del suelo que tanto fascina a aquellos niños de 9 años.
De
nuevo había que cruzar la calle. Hay que hidratarse con el agua fresca que
emana de la boca del león, si, justo antes de llegar a la plaza del Concejo, la
que fuera antesala de residencia de reyes, presidida por la enorme palmera y la
fuente de piedra. Allí el grupo se dividía, unos tiran por la calle el Peso y Castillo, otros continúan Cervantes arriba. La cuesta va haciendo mella en el cansancio
de los niños. Apenas pasan coches por las calles. Es la hora de la comida. El silencio es interrumpido sólo por la conversación animada
de los niños que van llegando a su destino, ese desproporcionado bloque de
pisos que tanto destaca entre las casas de fachadas blancas. Un poco más arriba, antes de concluir el camino, saludan
a Carmela que ayuda a su marido con las cántaras de la leche y también a Romero
que está metiendo varias cajas en su tienda. Dorotea Androjo se asoma al
balcón de su casa. Las macetas recién regadas sueltan agua gota a gota y mojan a Carlos "El Pirata" que va entrando por la puerta. El vecino Clemencio ve pasar a los niños mientras cierra la taberna de "Las Papas”.
Todavía hay una parada más antes de subir a casa. En el poyete del Monte de
Piedad planean las actividades de la tarde. Carmina barre la puerta de la
peluquería. Los apremia. Venga que os dejan sin comer. Dan un salto. El camino
de vuelta ha terminado. La añoranza permanece…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMuy bueno, me ha gustado y traído buenos recuerdos, como por ejemplo ver pasar el camión rojo oscuro casi desmontado y "mellado" de puertas de Aguado con su letrero de "Vinos Ayuso", Miguel Rané con su R12 familiar amarillo cargado hasta la guantera con cajas de Cash Barea y diciendo "El lío es gordo", la furgoneta de los soldados de Fábrica de El Pedroso que venía a recoger a los hijos del subteniente, el 2 Caballos de Manolo cargado de sifones y tu primo Fali llorando para su casa, el Miso con su carro y con su burro llegando a Chichorra, tras una parada en la bodega de Generoso, obervar al otro Rané, el zapatero clavando tacones de botas y salir corriendo para mi casa mientras gritaba "Maya orejón!". Y tantas cosas que me van viniendo a la cabeza que se podría escribir una enciclopedia cazallera.
ResponderEliminarUn saludo y recuerdos para tu tío el chino.