Era un niño pequeño a mediados de los 80. Sentado en el sillón de su abuela, rodeado de mujeres mayores, oía en un radio-cassette a un hombre hablar sobre su entierro: "No quiero que nadie esté triste, que todo el mundo aplauda, que bailen de alegría, que tiren cohetes por toda Cantillana". Aquellas declaraciones le eran, cuanto menos, sorprendentes a aquel muchacho que, en su corta andadura por la vida, siempre había relacionado la muerte con tristeza.
Aquel que hablaba era Ocaña. Era el mismo que había pintado algunos de los cuadros que llenaban de colorido el bar de su hermana Luisa en la misma barriada de la Esperanza donde vivía su abuela y donde escuchó por vez primera la voz de aquel hombre que teñía de alegría su muerte.
Fue a partir de aquella tarde cuando empezó a fijarse más detenidamente en las pinturas de Ocaña cada vez que entraba en el bar acompañando a sus padres. Para su memoria siempre quedaron guardados aquellos tonos azules de los cuadros. Las escenas cotidianas protagonizadas por rostros surrealistas pero que tan fielmente reflejaban las tradiciones populares.
Y a medida que aquel niño pequeño fue creciendo, se interesó cada vez más por la figura del vanguardista, para ese tiempo, pintor cantillanero.
Hoy ha visitado su exposición en la sala Atín Aya de Sevilla "Ocaña, la pintura travestida" y allí se ha vuelto a reencontrar con las palabras que un día escuchó en el radio-cassette, pero esta vez en forma de cuadro. Ocaña, había pintado su propio velatorio. Vestido de monaguillo "duerme" serenamente sobre colcha azul, libros al lado de la cama, su Asunción en el cabecero, su gente con vestidos de colores, sin lágrimas en los ojos y por la ventana, Cantillana.
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