Y sus ojos brillan. Y habla. Y cuenta. Y como siempre, dice. Y lo que dice, como siempre, es interesante. Ahora es una mujer "masoca", se define, porque ama la vida. Vivió su infancia con pasión. Era muy inquieta dice. Su inquietud le llevaba a observar y la observación al aprendizaje.
De niña se escapaba para estar cerca del circo que campaba con su enorme carpa por el Judío. Apenas levantaba dos palmos del suelo y ya quería ser equilibrista. Se prestaba a ayudar a los gitanos del circo para conseguir, de esa manera, formar parte de la familia circense, en una época donde no había televisión y alguna que otra noticia del exterior llegaba por las escasas ondas de la radio.
Se ofrecía voluntaria para ir a recoger agua a la fuente con una cántara que era más grande que ella. Con una enorme responsabilidad acometía la tarea, aterrorizada por dentro, por no fallar en la empresa. Tardaba más de la cuenta, pero era fiel cumplidora. A cambio la dejaban asomarse por entre las telas para ver a los equilibristas sobre el alambre. Así aprendió cómo se hacía. La siguiente fase era poder encima de ese fino hilo de acero, vivir el peligro. Hasta que un buen día lo consiguió. Con sus amigas alrededor. Pasó de un lado a otro con los brazos extendidos. Concentrada. Sin desviar la mirada. Aplausos sonaron en las manos de amigas que boquiabiertas contemplaban una más de las hazañas de su amiga, de nuestra amiga, la Carmen Rivera.
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